La noche en que cayó el Muro de Berlín yo estaba trabajando
en Indal. Supe de la noticia a las siete de la mañana, al abandonar la fábrica.
Acudía a ella y luego regresaba a casa en compañía de Félix, dentro de su Seat
133 de color blanco, y en la radio de éste nos enteramos del histórico
acontecimiento. No es que la noticia nos pillara de sorpresa, pues la presión
que se direccionaba sobre aquella acción venía siendo inequívoca sobre su
resultado final desde hacía muchos meses, pero nos cogió a aquella hora del
día, recién terminado nuestro turno de trabajo, sin saber qué decir, sin saber
si alegrarnos o apesadumbrarnos, al menos en lo que a mí se refería. Félix
parecía mantener la misma actitud de escepticismo y circunspección, aunque sí
recuerdo en su mirada cierta intención aviesa y una mueca que torcía un punto
sus finos labios, que en un momento del trayecto esbozaron un lacónico e
inquietante “No sé yo…” que quedó suspenso en el aire como el humo de mi
cigarrillo Ducados, que yo fumaba pausadamente para acompañar la relajación del
comienzo de mi tiempo de asueto después de terminado el tajo.
Félix era la
bondad personificada, al menos en el tiempo en que yo le conocí. Era un hombre
delgado, de mediana estatura, a quien las arrugas de su rostro y su cabello
completamente gris delataban la proximidad de su edad de jubilación. Era una
persona que se mostraba afable en el trato y prudente en el hablar, siempre muy
pausado, sin levantar una voz por encima de la otra. Se podía afirmar que
Félix, además de la bondad que decíamos antes, era también la personificación
de la moderación. Se había pasado la vida metido en aquella fábrica, donde
ingresó en su ya más que remota juventud, cuando la factoría se ubicaba todavía
en la carretera de Burgos. Nunca le escuché maldecir por ello su destino, pero
tampoco se enorgullecía de él, y sin duda habría aceptado gustosamente que su
transcurso en la vida hubiera ostentado otra condición que la de empleado en
una planta fabril. De quien sí hablaba muy orgullosamente era de sus hijos, de
los que se podía considerar que eran su gran obra en la vida, lo que le daba
sentido. Creo que eran dos los que tenía, no lo recuerdo bien, pero sí lo hago
de uno de ellos, a quien nunca llegué a conocer personalmente, pero que salía múltiples
veces en nuestras conversaciones de ida y venida hacia la fábrica.
Por aquel
entonces yo era principalmente estudiante, más que un obrero al uso, y lo de
estar en la fábrica era para mí un medio de aportar en casa para costear mis
estudios. Aquel era el primer empleo en el que me dieron de alta en la
Seguridad Social, aunque mi inquietud por aquel entonces era aprobar las dos
asignaturas que me quedaban para terminar el COU y poder empezar el año
siguiente en la universidad. Y en aquellas pláticas que mantenía con Félix
sobre la marcha de mis estudios, asunto por el que mostraba curiosidad e
interés, salió lo de su hijo, que era profesor de Cálculo en la Facultad de
Ingeniería. La verdad es que aluciné bastante la primera vez que Félix me
reveló aquel dato familiar, acentuado por el hecho de ser yo estudiante de
letras puras, Latín y Griego, y que siempre había sido muy malo en Matemáticas,
lo que aumentaba mi admiración hacia aquel brillante hijo de obrero que
desempeñaba tan cualificada ocupación. Hasta hacía no muchos años habría sido
impensable que el hijo de un operario de fabricación llegase no solo a
estudiante en la universidad, sino a ocupar una cátedra en la misma, y no de
cualquier materia, Cálculo, nada más y nada menos. No era nada fácil para un
pobre llegar a tanto, pero al menos era posible. Evidentemente aquel chico
habría estudiado con becas o alguna otra ayuda del Estado, aunque el esfuerzo
principal habría salido de sus progenitores y el parco salario que su padre
obtenía gracias a su trabajo en la fábrica.
Ahora, pasados los años y hasta los
lustros y las décadas desde el hecho del que hablábamos al principio, la caída
del Muro, se empiezan a ver las cosas desde su perspectiva histórica, y me
resulta inevitable enlazar ambas cuestiones, el derribo en Berlín y que el hijo
de Félix, el obrero ejemplar, mejor compañero y mucho mejor aún persona y
padre, ocupara la cátedra de cálculo en la Escuela de Ingenieros, pues
encarnaba algunos aspectos del enfrentamiento entre comunismo y capitalismo, al
menos en cuanto a persuadir individuos para atraerles a la causa se refería.
“No os hagáis nunca comunistas”, se les decía a los trabajadores en occidente,
“Que nosotros daremos educación y estudios a vuestros hijos”. “No os hagáis
nunca comunistas, que nosotros os proporcionaremos sanidad pública”. “No os
hagáis nunca comunistas, que con nosotros tendréis derechos en vuestros
trabajos, y descansos, y vacaciones, y pagas extraordinarias… “No os hagáis
nunca comunistas, que con nosotros tendréis coche y casa y calefacción.” “No os hagáis nunca comunistas, que con nosotros
tendréis pensión de jubilación”, etcétera, etcétera, etcétera. El comunismo era
una amenaza seria y temible para los poderes establecidos de occidente, aun
cuando su fiasco era palmario y notorio en las regiones del mundo donde estaba
aún vigente, parecía estar cosechando sus mayores éxitos allende de sus
fronteras, pues parecía ser el motor que propiciaba que los trabajadores
occidentales tuvieran derechos, en forma de concesiones y prebendas que les
concedía el capitalismo como forma de que impedir el trasvase de aquellos a las
filas del enemigo.
Recuerdo que por
aquel entonces, cuando la década de los ochenta daba sus últimas bocanadas se
empleaban expresiones como “Sociedad del ocio” que se suponía era lo que nos
aguardaba para el porvenir a la generación de los que entonces éramos jóvenes y
adolescentes, y adelantos por el estilo que harían de nuestra existencia un
transcurrir paradisíaco, donde todos seríamos participes de los grandes avances
y descubrimientos de la moderna humanidad. Occidente, el capitalismo, la
democracia eran el bien, los buenos, las únicas entidades capacitadas para
proveernos de aquel chorro de felicidad inagotable, que además crecería y
crecería de forma exponencial e incalculable, todo al servicio de nuestra placentera y eterna satisfacción. Y muchos
hasta se lo empezaban a creer. Por eso la caída del Muro sería acogida por la
mayoría de la sociedad occidental como una excelente noticia, pues se pensaba
que aquel idílico futuro que se presentaba ante nosotros estaría mejor
asegurado en un mundo en paz, sin tensiones ni bloques enfrentados, y que
gracias al capitalismo ya no tendría sentido la lucha de clases, pues todos
íbamos a ser prácticamente ricos en muy poco tiempo, y que ya no tenían razón
de ser las ideologías, ni las izquierdas, ni las derechas, que todo aquello
había sido superado y el desmoronamiento del Telón de Acero era la encarnación
de todo ello, la personificación de la más idílica de las realidades. Hasta los
propios partidos comunistas, los más históricos, y no digamos ya los
socialistas y socialdemócratas, entraron en plenos periodos de crisis de ideas
y valores, constatando lo bien que funcionaba el capitalismo y lo mal que le
pintaba al comunismo, y renegaban muchos de ellos, los que ocupaban escaños en
los parlamentos y funcionarios en las instituciones, de sus siglas, de sus
símbolos, de sus banderas, de sus presupuestos teóricos y de su argumentario
tradicional, y saludaron la caída de la berlinesa pared con el optimismo y el
beneplácito que dictaba la saludable democracia y se sumaron a la euforia de
una paz y un progreso universales, ya sin bloques enfrentados políticamente y
sin Guerra Fría.
Ahora, sin embargo, casi treinta años después desde aquella
noche otoñal de noviembre de 1989, qué pensar de todo aquello. Por aquel
entonces, once años antes de que el siglo XX llegara a su fin, trabajar de
obrero en una fábrica era poco menos que una maldición, una desgracia humana,
un síntoma de fracaso personal y vital. “Fábricas y fábricas, ¡oh, no:
mataderos!, cantaba La Polla Records en uno de los temas de su Disco Negro, y
así era ciertamente. Muy pocos identificaban aquella forma de vida como algo
que se asemejara a la idea de la felicidad, y el trabajo, en general, se
concebía como una moderna forma de esclavitud. Incluso aún se utilizaban con
frecuencia términos de acuñación marxista como “alienación”, “explotación del
hombre por el hombre”, “apéndices de la máquina” “enajenación de la conciencia
de clase”, y otras muchas con las que se
había tratado de describir la condición hasta entonces de la clase trabajadora.
Y sin embargo cuántos hoy en día daría un riñón y hasta los dos por ocupar un
puesto de trabajo en una cadena de montaje o en una obra o para barrer la
calle. Fijémonos dónde hemos llegado. ¿No tendrá todo esto algo qué ver con la
caída del Muro de Berlín y el ideal de la sociedad comunista? El comunismo,
cierto era, había fracasado en la Unión Soviética y resto de naciones adscritas
a su órbita, pero, curiosamente, lo decíamos antes, había cosechado sus éxitos
traspasando sus fronteras, pues del temor que provocaba en los poderosos
occidentales provenían las prebendas y concesiones hacia sus súbditos de la
clase obrera y trabajadora, aquellos susceptibles potencialmente de poder hacer
algún día la revolución, merced a una hipotética alianza internacional con la
horda roja, “La hidra que podría llegar contra los ricos”, que diría Eduardo
Haro Tecglen. El capitalismo se había esforzado hasta aquellas fechas por
contener el estallido de sus masas, contentándoles en sus necesidades de
educación, de sanidad, de derechos laborales, de pensiones… Pero el objetivo no
era satisfacer de buena gana aquellas necesidades de sus poblaciones, sino el
que éstas no se pasaran a la causa del enemigo, que el estabilsment no se viera amenazado, ni alterado el status
quo de liberalismo dominante.
Ahora parecemos darnos cuenta de la engañifa,
ahora que ya no existe aquel poderoso enemigo al que había que hacer frente,
ahora, cuando aquel fantasma que recorría el mundo ya no asusta a nadie, ahora
que ya por fin todo es capitalismo nihil obstat para llevar el capitalismo a
sus extremas consecuencias. Ahora es el momento de que todos se enteren de quién
manda aquí, de quien pone las normas. Ahora ya se puede chulear sin prejuicios
a los trabajadores, privarles de sus presuntos de derechos, ¡ja!, negarles el
pan y la sal. Y por supuesto es el momento de especular con la vigencia de
aquellas mitificadas joyas de la corona, especular con el derecho a la
educación universal, intimidar con lo inviable del mantenimiento de una sanidad
pública, amenazar con la imposibilidad del derecho a un salario digno y a una
pensión de jubilación, mercadear con el derecho a disfrutar de una vivienda
digna; convertir aquello que mencionábamos antes como “sociedad del ocio” en
una prolongación ab infinitum de la edad de jubilación, etcétera, etcétera,
etcétera…
No sé qué habrá sido de Félix, mi primer compañero de
trabajo, probablemente ya haya fallecido, pero sí así ha sido lo habrá hecho en
la paz de haber conseguido para sus hijos un futuro increíblemente mejor que el
que él pudo desarrollar. Cuántos, sin embargo, pueden hoy en día, asegurar a
sus hijos que, tal como debería ser lo
natural, el sucesor viva en mejores
condiciones que el antecesor. Gatillazo lo dijo muy bien en su primer disco,
después de que Evaristo dejara La Polla y fundara con unos chavales su actual
grupo, “Nunca más vais a tener trabaaaaajo… Se acabó, es el fin, ya nadie
necesita un proletario feliz… Habéis vendido la lucha finaaaaaaaal…”
Alfonso Lly